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Cristina Losada

Ecos del ultrapasado

Era, creo, 1976. El dictador había muerto, pero el cascarón del régimen seguía a flote. El periodista escribía midiendo cada palabra.

Como la rana del haiku de Basho, el CAC se ha zambullido en el viejo estanque, pero a diferencia de aquélla no ha hecho ruido. Las doradas aguas se lo han tragado, mudas. Mejor dicho, aquiescentes, gozosas y expectantes. Ha levantado un murmullo de aprobación, cuando no aplausos. En Cataluña, ha dicho Albert Boadella, se vive en el periodismo una situación cercana al pre-fascismo. La mayoría es adicta al régimen y los pocos discordantes son señalados, vituperados y amenazados. Se los agrede, y los presentan como agresores.

Fuera de los confines ideológicos del jardín, el ruido de la rana al caer al agua ha despertado ecos de tiempos pretéritos y olvidados. Era, creo, 1976. El dictador había muerto, pero el cascarón del régimen seguía a flote. El periodista escribía midiendo cada palabra. Los escasos antifranquistas declarados colábamos lo que podíamos, que era poco. Pequeñas notas sobre el movimiento obrero y sindical, por ejemplo. No se le podía llamar huelga a una huelga; poníamos “paro”. Si uno relee ahora artículos escritos entonces, no los entiende. Llamar a las cosas por su nombre era locura, suicidio. El primer nivel del tinglado lo ocupaba la autocensura.

Tras ella venían los guardianes de los límites que no se debían traspasar. Ultrapasar, dicen ahora en el lenguaje de las ranas. El jefe de sección, el redactor jefe, el subdirector y luego, la cúpula. De madrugada, de lejos, yo observaba al jefe mientras leía mi folio, para ver si utilizaba el lápiz rojo. No importaba que simpatizara o no con el régimen; cumplía su deber, como todos. El deber de no incomodar a la bestia con un lenguaje indigerible, de no perturbarla sacando a la luz realidades que debían de permanecer ocultas. La claridad y la realidad eran veneno para el Poder. Y el humor. La sátira sólo contra los enemigos. Como ahora.

Un amigo me escribe: “supongo que los periodistas os organizaréis para denunciar la amenaza que se cierne sobre una de las bases de vuestra profesión: el derecho a informar y a opinar libremente”. La suposición peca de ingenua. Bajo el franquismo sólo una minoría echaba en falta esa libertad. El resto cumplía las reglas. Resultaba cómodo. Vigilar, marcar, oponerse al poder exige renunciar al confort. Lo saben quienes lo intentaron bajo el franquismo y quienes lo hicieron después, bajo el felipismo. Muchos optaron por traspasar sus obediencias de un poder a otro. El periodista tiene olfato para el poder que no se pone límites.

Y ahora, junto a ese confort pasivo, ha aparecido otro: el que deriva de compartir las mitologías que el poder distribuye como drogas que le hacen sentir que no está de su lado porque es el poder, sino que lo está por las buenas causas. De la pasividad obediente del periodista funcionarial que dominaba bajo el franquismo, hemos pasado a la complicidad activa del periodista ideologizado propia de los totalitarismos. Es el momento en que un Colegio de Periodistas aplaude una ley por la que un organismo político se arroga la capacidad de decidir qué es veraz, de interpretar opiniones y de juzgar intenciones, y de imponer, en consecuencia, sanciones. Es el momento de las “pequeñas y malolientes ortodoxias”, que decía Orwell. Cuando el periodista se pregunta, como otrora, ¿qué gano yo incomodando a la bestia?

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